Por Ulises Huete
Para
mí la literatura es una forma de conocimiento de mi propia subjetividad. Muchas
veces he leído cosas que solo alcanzo a entender plenamente hasta que tengo
una experiencia inmediata de ellas, y otras veces me han pasado cosas que solo
puedo discernir cuando leo algo que expresa esa vivencia. Para mí es así, no
hay antagonismo entre la vida y la literatura. De hecho vivir es como leer.
Todo lo que siento y pienso es como un texto que trato de leer siempre. A veces
hay trechos claros, otras veces confusos, pero siempre estoy deletreando,
escudriñando todo lo que me aparece. No quiero decir que vivir sea solo leer,
sino que leer es una de las experiencias más intensas y profundas de mi vida.
Durante
diciembre disfruto siempre del azul intenso de las mañanas. Un día de diciembre
iba camino al trabajo y me quedé absorto en la claridad del cielo. Recordé
haber leído que nuestra mente es así cuando está serena y que cuando está
perturbada es como el cielo lleno de nubes grises. Sin embargo, las nubes pasan
y el cielo queda. Hace unos años, después de leer esta analogía por primera vez,
pude verificar su significado contemplando un cielo despejado y recordando mis estados
mentales. En esa ocasión le escribí a un amigo esta analogía que me había
enseñado una lectura. Ahora mi amigo no está, sin embargo, esta observación del
cielo ha evocado su presencia. Esta relación entre mi observación, la analogía
entre el cielo y la mente y el recuerdo de ese amigo, me trajo de pronto otra
reminiscencia: un cuento de James Joyce titulado Los Muertos.
Una
de las impresiones que me ha generado la lectura y relectura de este cuento es
lo que denomina Harold Bloom la “extrañeza sublime”, es decir, la sensación de
que nuestra conciencia se ensancha y comprende imaginativamente, a través de la
lectura, ciertas cosas que de otro modo no se entienden claramente. En algunos
momentos tenemos revelaciones de un sentido más allá de lo banal de nuestra
experiencia, nos distanciamos de la relación ordinaria con el mundo y con
nuestro yo, entonces percibimos las cosas de otro modo. Estas revelaciones solo
pueden expresarse plenamente con el lenguaje literario. James Joyce le llamaba
a estos estados excepcionales de conciencia “epifanías” y es precisamente de una
de estas revelaciones que trata su relato Los
Muertos.
Los
acontecimientos que narra el cuento son de los más normales: Gabriel y su
esposa Gretta asisten a la fiesta de navidad que todos los años dan las tías de
él Julia y Kate quienes viven con su sobrina Mary Jane. A la fiesta también
llegan varios invitados que son amigos de la familia. Durante la reunión vemos
todos los ritos que componen la celebración: el recibimiento de los invitados,
las conversaciones anecdóticas, los cantos, los bailes y la cena. Además Joyce
nos esboza el retrato de los asistentes y la manera en que interactúan entre
ellos. Ahí salen a relucir el nacionalismo irlandés de la época, el
tradicionalismo familiar, las divergencias religiosas y otros tópicos que
caracterizan a los personajes. Algo así como esas fiestas familiares en las que
ya sabemos de antemano las cosas que se dirán y lo que pasará mientras dure.
Todo envuelto en una atmósfera apacible. Nada del otro mundo. Sin embargo, la
narración es dinámica porque Joyce logra hacernos escuchar sin confundirnos las
voces de los personajes en medio de la agitación de la fiesta.
Pero
de manera súbita hay un cambio de tono en el cuento. Al final de la fiesta y
mientras los últimos invitados están saliendo, Gabriel busca a su mujer para
que se vayan y la encuentra detenida en medio de las escaleras escuchando una
canción que alguien entona en el segundo piso:
Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar
la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y
gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué
podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana.
Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul
destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros
de su traje pondrían las partes claras en relieve. Lejana melodía, llamaría él al cuadro, si fuera pintor.
Esta
percepción de su mujer y la voz que le dicta que ella es como un símbolo es el
comienzo de ese estado epifánico que se desarrollará después. Algo ha irrumpido
en su conciencia. Gabriel ve a su mujer pero intuye otra cosa, siente que esa
imagen significa algo más. La percepción singular de ella y la sutileza en que
se encuentra su mente lo ubican en otro estado de relación con su conciencia. Por
eso se figura que eso que contempla solo puede ser expresado artísticamente. Su
mente se ha sustraído del bullicio de la fiesta y se ha concentrado en ella y
en la voz que aparece en su interior. Esta
conciencia sutil surge de un distanciamiento de la manera habitual de percibir
las cosas y es la que capta lo sublime. El estado de extrañeza es percibir y
discernir las cosas fuera de esa relación burda con el mundo.
Antes
de llegar a este momento, Joyce nos delineó una circunstancia común a muchas
las personas: una reunión familiar con los amigos. El motivo de esto es
presentar que las epifanías pueden surgir en cualquier lugar y momento. Y aunque
yo no haya tenido esa experiencia, al leerla puedo acceder a ella y ensanchar
mi conciencia al sentir la imaginación de Joyce. De este modo, la lectura
también es una posibilidad de vivir más allá de nuestras circunstancias
inmediatas pues nos ubica en otros contextos que de no ser por la literatura
difícilmente podríamos conocer. A propósito de esto, Alejandro Serrano Caldera
dice que “el arte nos da lo que la realidad nos niega”.
Gabriel
se queda prendado de su esposa: “Momentos de su vida secreta juntos fulguraron
como estrellas en su memoria”. Un caudal de imágenes y pensamientos lo sumergen
aún más en un estado de calidez hacia Gretta. Todavía la desea y espera ansioso
el momento de quedarse a solas con ella. Gabriel se siente imbuido de la
presencia de su mujer. Atrás quedó la fiesta, ahora él se encuentra volcado en
su interioridad. En esta parte el lenguaje abandona el prosaísmo que se
desarrolló en las primeras partes de la historia y alcanza un tono poético
donde prevalece la subjetividad de Gabriel. Ahora estamos en su mente, vemos a
través de sus sensaciones. Una vez que llegan al hotel y se quedan solos, él
intenta abordarla pero ella parece ausente y él se da cuenta de que algo no
está bien con ella: parece triste y decaída.
Entonces
ese estado de ebriedad afectiva empieza a desvanecerse dentro de él. Luego le
pregunta por qué se siente mal y ella le cuenta que esa canción que escuchaba
la cantaba alguien que ella había conocido y que esa persona había muerto. Al
escuchar esto, Gabriel pasa a un estado de angustia que cambia drásticamente su
percepción de las cosas. Joyce nos presenta en detalle ese cambio de ánimo y de
interpretación del momento que está viviendo Gabriel. Antes se había sentido
colmado en su afecto hacia ella, ahora se sentía vano y superficial ante la
historia que le cuenta. Esto le detona una serie de pensamientos sobre su vida que
le imprime otro sentido a la narración. Gabriel se dice a sí mismo: “Mejor
pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido
funestamente por la vida”. El joven había muerto precozmente de una enfermedad
pero enamorado de Gretta.
Joyce
nos presenta otro modo de lo sublime que es la conciencia de la impermanencia.
La sensación caudalosa de vida que sintió Gabriel por su esposa momentos antes
se desvaneció ante la presencia de un muerto en la memoria de Gretta. Esto le
hizo sentir a Gabriel la mortalidad de los demás y la suya propia. Joyce, en
una de las partes más abrumadoras del cuento, nos dice de Gabriel:
…se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de pie
bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a
esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no
podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se
esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se
criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.
Las
relaciones entre la vida y la lectura son similares a las que se establecen
entre la diversidad de experiencias que se tienen a diario. Una sensación nos
remite a un recuerdo, una palabra a una imagen, una melodía a un pensamiento y
así muchas combinaciones más. Todas estas intrincadas relaciones son las que
forman nuestra subjetividad. Pero hay momentos en que nuestra mente entra en un
estado más sutil y las relaciones que se establecen en nuestro interior nos
permiten ver las cosas de un modo distinto. A esas posibilidades, entre otras,
nos permite acceder la literatura. Puesto que la experiencia del mundo no comienza
ni termina con nuestra individualidad, la lectura nos da la oportunidad de ir
más allá, pero también más al interior, de nosotros mismos.
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